Creo que atravesamos una época en la que las niñas y niños están bastante desamparados por la clase adulta. Aparentemente estamos muy atentas a todo lo que les incumbe. Queremos controlar todo, su dieta, su vestimenta, sus juegos, sus amistades, su educación escolar, ... Pasamos muchas horas informándonos de todo. Según la obsesión de cada adulto, leemos, contrastamos y planificamos. Nos formamos a un nivel que quiere rozar "el saberlo todo sobre". Proyectamos sobre hijas e hijos cosas que ellos seguramente no necesitan. Nos avanzamos a ellos. Los aplastamos. Y finalmente les obligamos a ser según nuestro parecer, sólidamente argumentado en libros y gurús de la educación y la crianza. Somos padres y madres preocupadas por hacerlo lo mejor posible. Pero en esta nuestra obsesión corremos el riesgo de desconectamos de la singularidad de cada uno de nuestros hijos e hijas. Lo que venía siendo bueno puede convertirse en nuestra propia esclavitud, y en la de ellos, que estando en plena construcción identitaria, tienen un impulso vital intrínseco de responder a nuestro deseo.
Lo perfecto no existe. Existe lo adecuado a cada situación, como escuché decir a Jordi Mateu, coordinador del CAIEV en una sesión formativa, parafraseando la idea de Cristobal Gutiérrez, cofundador junto con Begoña González de la escuela El Roure: “lo mejor de todo, lo adecuado a cada momento”. Dar con esta idea me ha obligado a guardar todas las teorías aprendidas en la estantería. Allí están. Las hemos leído, subrayado, sintetizado y tomado nota de algunos enunciados. Las hemos memorizado como quien graba letras en una piedra. Pero ahora ha llegado el tiempo de confiar en nosotras. Así que vamos a guardar todo ello y nos vamos "con lo puesto".
Este ejercicio es complejo. Exige, además de la confianza, atravesar el propio miedo y lidiar con la propia inseguridad. Implica primero vaciarse. Olvidarse de los imperativos externos. Conectar con la premisa socrática de "solo sé que no sé nada". Desnudarnos frente a aquella situación probablemente antes ya vivida, pero para la cual no tenemos teoría que nos sirva. Así la vamos a ver por primera vez diferente y luego vemos qué es lo que hacemos... Partimos de la presencia, de un estar disponible ante el infans y la situación, dispuestas a observar qué está sucediendo e identificar la necesidad auténtica del niño en ese momento. Sin este sentir previo, sin este conocimiento situado, es imposible pensar consecuentemente, y, por tanto, hacer algo más o menos adecuado. Esta secuencia empieza con una suerte de meditación, de pausa. Requiere de algo que las adultas solemos haber abandonado hace tiempo, el hábito de observar, pero que afortunadamente con atención y entrenamiento podemos volver a integrarlo en nosotras. Esto nos va a ser de gran ayuda, no solo acompañando las criaturas, sino también para nosotras mismas y para con las otras personas. Aprenderemos mucho si apostamos por esta nueva manera de presentarnos. Lo recoge excelentemente Cristóbal Gutiérrez en su texto Sabiduría a través de los hijos que aquí enlazo.
Apostemos entonces por retomar este lugar, el de la humildad que nos corresponde y en consecuencia desde el que podemos hacer alguna cosa que de verdad sea de ayuda para nuestras hijas e hijos. Sintamos, pensemos y, solo si es conveniente, hagamos.
Comentarios
Publicar un comentario