He ido a recuperar las cajas de mis libros en el sótano de la casa de veraneo familiar y he encontrado que estaban siendo devorados por termitas hambrientas de letras. Llamadas por la irresistible celulosa de sus páginas, estos animalitos parecen haber encontrado un pequeño paraíso dónde instalarse. Han ocupado sin piedad de algunos de los libros que me acunaron en mi época postuniversitaria. Fue una época compulsiva, de ir descubriendo autores y lecturas con las que identificarse. Cuando terminamos la carrera, mis amigas y yo entregamos simbólicamente el título a los padres y volamos. Sentíamos que allí empezaba nuestra libertad en mayúsculas. El título pasaba a ser una credencial para las familias, como un cerrar la puerta al paraguas familiar en el sentido amplio. Muchas ya no vivíamos en los hogares familiares, estábamos de prácticas en el mundo o apelotonadas en pisos de "estudiantes". Pero a pesar de la universidad, teníamos todavía hambre de letras. Tierna melancolía... Combinábamos nuestra frescura juvenil con una atracción hacia lo intelectual. Por eso comprábamos libros que iban creando un collage único en nuestras librerías de reciclaje. Sinceramente, nunca me leí toda esa colección de páginas y páginas. Cuando la tesis, ojeé algunas, a pesar de que mi tema de investigación fuese otro.(sobre el cual también me llené de libros que parecen no haber sido tan estimulantes para las termitas). Me ha costado años entender que no hice la carrera incorrecta. De hecho he pensado reiteradamente que cualquier carrera realizada la hubiese sabido aprovechar, no por mí, sino porque hoy en día el saber se solidifica sobre el ser de una misma.
Por eso mismo, años después me fui reconciliando con la pedagogía, y esto fue gracias al psicoanálisis. Por un lado, gracias al propio análisis, que es fundamental para excavar en las profundidades de lo que nos constituye como Sujetos (barrados). Pero por otro, gracias a mi analista que sin apenas hablar me impregnó de confianza en mis divagares pedagógicos, sobre todo recordándome la necesidad de resistir. A veces me siento que sé mucho, y a veces evidentemente siento que no sé nada. Esto está bien así. Y esto me lo enseñó el paso por el diván.
Y ahora una plaga de termitas, hambrienta de letras, se estaba comiendo mis libros. He llegado a tiempo. En los próximos meses vuelvo a tener una estantería propia para ellos (esa habitación propia de Virgina Woolf). De momento los he puesto al sol, en cuarentena. No voy a leerlos, pero sí a revisarlos en diagonal. La lectura en diagonal se torna más imprescindible que nunca. Igual que la escucha en sesión. NO SE PUEDE ESCUCHAR TODO si se quiere entender así como no se puede leer todo, solo aquello que resulta significante para una misma. Hay que apaciguar el hambre voraz por las letras precisamente no con la abundancia, sino con la ración justa en cada momento.
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